25 ft. 09

[09.07.09_30.08.09]

Esther Arocha y Laura Benavente :: Javier Corzo :: David Ferrer :: David Hernández Delgado :: Rayco Márquez :: Cristóbal Tabares :: Diego Vites

Si hubiera que buscar un eje común a la obra de los artistas de esta edición este sería, sin duda, el interés por lo siniestro: albergues construidos con las ruinas del sistema y convertidos en búnkeres para la batalla de la imagen; “no lugares” convertidos en escenarios del crimen o “sí lugares” que sugieren su evidente potencial dentro de la “geografía del miedo”; lugares “ni sí, ni no”, desalojados por la dinámica del progreso y convertidos en destino de un turismo morboso; obras de arte que parecen el doppelgänger de los agresivos locales comerciales en los que la seducción muestra su rostro más inquietante; luces espasmódicas que alumbran, desde la decadencia de la “ilustración”, los oscuros rincones de nuestros hábitos; contenedores de (la) moda como lápidas sobre las que se proyectan los epitafios estereotipados que animan al reconocimiento en la lucha por la imagen…

Ya nada es lo que era. Y, sin embargo, todo parece lo de siempre. Vivimos instalados en un permanente remake de formas extraídas de los órdenes de cosas desaparecidos que les daban sentido: las mujeres hacen gala de una feminidad que evoca una perspectiva de género en la que no se reconocen, y pisan con fuerza sobre los tacones que en su momento remarcaban su debilidad; las marcas comerciales explotan con cínica malicia los conceptos de “naturalidad” e “ingenuidad”; los espacios públicos evocan una comunidad que ya no tiene nada en común y se ha autoexiliado a guetos protegidos por seguridad privada; las romerías proliferan al mismo ritmo que desaparece el mundo rural, sus ritmos y su capacidad de marcar el calendario, mientras las ermitas salvajemente restauradas se atiborran de turistas laicos en busca de autenticidad; los bares y cafés repiten con la exactitud propia de las franquicias su sabor castizo; las cocinas vernáculas se conservan a miles de kilómetros de las zonas de producción de sus ingredientes; los “alterosexuales” y los solteros reclaman los valores familiares… Todo es como siempre fue en un mundo que no reconoce los orígenes que venera, poblado de sombras tan alargadas que ya no permiten identificar el cuerpo sólido del que provienen.

Freud describió lo siniestro como la turbación que provoca el extrañamiento de lo familiar. En este mundo globalizado, en el que la naturaleza ha dejado de ser sublime y se muestra menesterosa, lo inquietante ya no es “lo otro” de la razón, lo lejano, lo no urbanizado, sino, precisamente, la proliferación del territorio administrado que se comporta como si de una segunda naturaleza se tratara, lo cercano, lo artificial. Y, sobre todo, la disociación entre lo que aún nos resulta familiar -los conceptos que repetimos, los hábitos que conservamos, las imágenes que retenemos, la memoria que reverenciamos…- y el relato que en su día le dio contenido y justificación y hoy nos resulta inverosímil o imposible de recordar. Ignoramos la historia pero embalsamamos sus ruinas estetizadas, promocionamos liturgias que no tienen detrás ninguna fe, conservamos patrimonios para generaciones ante las que no nos sentimos responsables, difundimos información mientras desmontamos las herramientas conceptuales que podrían articularla y gestionarla, gastamos dinero en cultura sin conservar las convicciones pequeñoburguesas que justificaban ese gasto, fomentamos deseos desvinculados de necesidades, alentamos diferencias mientras impedimos que se conviertan en contrastes… En un mundo en el que la política sólo puede concebirse como el conjunto de prácticas y discursos que cultivan el terreno del contraste productivo y no autoritario entre pareceres, todo retorna como diferencias sin contenido dialéctico.

Esther Arocha y Laura Benavente realizan una obra conjunta que tiene la ropa como eje vertebrador. Encuentran en ella la metáfora perfecta para hablar de unas subjetividades prêt-à-porter que deben aprender a compaginar la licuefacción de las identidades dogmáticas premodernas (de género, raza, clase, estirpe, religión…) con la materialidad de los límites que el planeta y el sentido común oponen a la sociedad de consumo. En Prenda X Prenda, organizan periódicamente un mercadillo de intercambio de ropa usada que opera como herramienta para disociar la necesidad de renovarse y construir la propia identidad en el mercado de las apariencias, de una insostenible dinámica del consumo de novedades que tienen predefinida su propia fecha de “caducidad psicológica”. En No hips no stops no poses -título que alude a una de las frases de motivación con las que los directores de pasarela alientan e indican a las modelos las actitudes con las que deben lucir los trajes- abordan la relación entre la moda y nuestro modo de modelar nuestras vidas. Las fundas de plástico que contienen los trajes en el backstage -y recuerdan las bolsas profilácticas en las que los detectives guardan sus “sucios” indicios- se cuelgan como si quisieran poner a secar las pieles de nuestras “segundas pieles”. Su forma y disposición evocan lápidas sobre las que, en lugar de grabarse (una forma de escritura demasiado imperecedera), se proyectan los epitafios de unas vidas marcadas por imperativos tan cambiantes como exigentes que definen unas personalidades tan insustanciales como decididas.

Javier Corzo se acerca a través de su pintura a la memoria de un mundo convertido en espectáculo. El óleo, la acuarela y el papel traducen el “souvenir” fotográfico para reenviar el recuerdo al ámbito del largo plazo. Atempera su maestría pictórica para no confundir con un intento de “retorno al orden” su intención de inyectar temperatura y profundidad a unas imágenes frías y superficiales. En Lugares Comunes se acerca a los templos calvinistas (es decir, a los templos del “espíritu del capitalismo”) convertidos en postales para un turismo que reubica cualquier elemento separado del mundo en el que cobraba sentido en esa lógica del espectáculo que convierte los medios en fines. Proyecta así un halo de nostalgia, voluntariamente ingenuo, sobre el recuerdo del momento en que el capitalismo era el proyecto colectivo de una comunidad y no la mecánica inercial de la globalidad. Pasea también por las ruinas de los “daños colaterales” de la modernidad (Chernóbil o el desecado Mar de Aral) convertidos también en lugar de peregrinación de turistas distinguidos que convierten la propia dinámica descerebrada del capitalismo en una nueva fuente de ingresos para abundar en su lógica.

En una época en que la fotografía se ha apropiado de los recursos propios de la pintura, este artista aborda desde la pintura la lógica fotográfica para inyectar extrañeza en las imágenes y los hábitos que las justifican, y dejar correr un cierto aire melancólico que, sin llegar a “estetizar” el problema, evoca la necesidad de buscar formas de habitar la ruina moral de la modernidad de la mano de un nuevo tempo de la mirada.

David Ferrer, quizá por su carácter descreído, realiza una obra poco programática, corta y eficaz, que, más que desarrollar un discurso coherente, responde con comentarios pertinentes a las circunstancias que se le presentan. Su condición de diseñador le convierte con frecuencia en elemento auxiliar en los proyectos colectivos o de sus compañeros, lo que quizá le haya acostumbrado a “verlas venir” en lugar de adelantarse con una propuesta “autorial” predefinida. Esta circunstancia le convierte en un buen ejemplo de una generación posthistórica que no piensa tanto en verdades alternativas inconmovibles como en aciertos contextuales oportunos. Sus “comentarios” suelen invertir su escepticismo personal en mirar al sesgo propuestas artísticas canónicas (ya sea iluminando a contraluz una posible foto de Thomas Ruff o fundiendo los neones de Dan Flavin) para provocar siniestras lecturas a través de las fisuras de los elegantes discursos cerrados del arte canónico. Con frecuencia, es la propia pantalla del arte la que, en lugar de recibir, arroja luz sobre los espectadores para convertirlos en sombras, y no por que haga derivar su apariencia de las esencias situadas fuera de la caverna platónica, sino porque el propio estadio de la representación parece “pillarles a contraluz”. La “ilustración” evoca aquí un tipo de imágenes más que el proyecto moderno por antonomasia, y su luz ya no se arroja sobre los objetos para favorecer su dominio por parte de los sujetos, sino que parte de aquellos para convertir a estos en sombras chinescas del teatro de las apariencias.

David Hernández Delgado se vale de la Barbie para desarrollar un discurso que, sin embargo, elude astutamente los elementos más previsibles de un icono tan connotado. Su contenido acercamiento a la famosa muñeca evita las previsibles críticas a los estereotipos para convertir al espectador en un voyeur que se descubre prendado del encanto del propio fetiche de la seducción, que se expone mediante recursos casi cinematográficos que potencian el carácter siniestro de la escena. Una muñeca, dos cartulinas y un flexo resultan suficientes para poner en evidencia no sólo toda la retórica del espectáculo sino la propia fascinación morbosa que despierta en nosotros. Al emplear los recursos arquetípicos de la imagen en movimiento para crear una imagen estática, el artista cortocircuita las expectativas de sentido del espectador, que se ven atrapadas en un suspense que no se puede resolver dentro de su propia lógica. Se pone entonces de manifiesto que seguimos interpretando de manera narrativa unas subjetividades que ya no disponen de guión, unas vidas que, más que tener un final abierto o un principio olvidado, se encuentran suspendidas en un eterno presente. La intensidad de los instantes ya no remite a un antes y un después que los reintegre en la lógica del sentido, sino que los agota en su propio suceder, que, sin embargo, no acontece en el previsible escenario de absoluta libertad al que hipotéticamente nos conduciría la “liberación del sentido”, sino en una “casa de muñecas” (o de citas) que pone de manifiesto tanto el carácter altamente codificado de la normalidad doméstica como los aspectos perversos que se encuentran detrás de los “juegos de rol” aparentemente inocentes.

En coherencia con el mismo, David H. Delgado deja que sea la lógica interna de su trabajo la que le marque su propia evolución mostrándole sus seductoras posibilidades. Lo que comenzó siendo un proyecto meramente fotográfico en torno a una Barbie vestida de Caperucita, se ha convertido, en virtud de una imparable dinámica interna que comparte con la que rige en el mercado, en una ficción que ha ido equiparándose a la propia realidad de la cultura del simulacro. En Caperucita ®, desarrolla sus montajes, ahora en escala 1:1, para construir una escenografía a medio camino entre la instalación artística y “tienda cool”. El arte se camufla de realidad, simula y parodia las estrategias de seducción del capitalismo, poniéndolas en relación con los viejos cuentos populares y sus “moralejas”. La Barbie sirve entonces de metáfora de los nuevos arquetipos (post)humanos.

Rayco Márquez pinta con tanta profesionalidad como desapasionamiento prosaicas escenas urbanas. En contra de lo previsible, no utiliza la pintura para inyectar temperatura a la imagen o para expresar sensaciones subjetivas, sino, antes al contrario, para hacer más evidente su vocación casi forense. El artista se identifica con el detective, una persona cuya biografía o perspectiva resulta irrelevante para un caso que no le tiene a él como protagonista, a pesar de que, sin él, o mejor, sin su trabajo, jamás cobraría carta de naturaleza. Recoge impresiones que nos pasan desapercibidas precisamente por tenerlas delante de las narices y las articula en una escena que, precisamente en virtud de su artificiosidad, convierte en elocuente lo más cotidiano. Rayco Márquez combina digitalmente elementos provenientes de varias fotografías para montar una escena aparentemente banal, tan verosímil como falsa, que luego pinta con frialdad forense para poner en evidencia que se trata de la reconstrucción de unos acontecimientos que nos resultan inelocuentes por habituales, cuando es precisamente en los hábitos donde están grabadas nuestras convicciones sociales más arraigadas y significativas. Alterar sutilmente este imaginario permitiría concebir o poner en valor, hacer inconcebibles o depreciar, determinados comportamientos. La construcción imaginaria de la sociedad oculta sus planes tras un velo de normalidad que sólo puede traspasarse poniendo en evidencia ese carácter artificioso de lo natural. En Archivos y escenas, Rayco Márquez se acerca a los espacios públicos de recreo y encuentro para delinear en ellos la cartografía del miedo que se oculta en los últimos refugios de lo social con el fin de favorecer la identificación automática entre lo seguro y lo privado. Frente a estas imágenes, unas cajas similares a las que sirven para archivar los indicios de un caso ocultan los probables sonidos periurbanos de los espacios pintados mezclados una conferencia de Alain Touraine sobre migraciones. Los murmullos despiertan la inquietud del que, como todos nosotros, “oye voces” sin poder reconocer al sujeto que está en el origen del mensaje, lo que, al menos, nos reconfortaría con la tranquilizadora expectativa de que el sentido sigue tutelado por la intención.

Cristóbal Tabares desarrolla un procedimiento que parece espejar al de Rayco Márquez. Si este pintaba con estilo de perito lugares supuestamente acogedores, aquél representa de manera más cálida y pictoricista sórdidos “no lugares”. En lugar de mirar con ojos de detective espacios donde aparentemente nada ocurre, Cristóbal Tabares dispensa la mirada cordial del pintor a las pruebas forenses de unos crímenes atroces. En Diesel con plomo, representa un conjunto de gasolineras norteamericanas en las que se cometieron crímenes acompañadas de las conversaciones que, según todos los indicios, antecedieron a su perpetración, poniendo de manifiesto la descorazonadora gratuidad de la inmensa mayoría de ellos. Al reconstruir con una animación pobre el registro de la cámara de seguridad de un asesinato turbadoramente absurdo, o con una grácil pincelada “plenairista” los escenarios de una violencia gratuita, nos obliga a deleitarnos, cuando no a reírnos, ante una realidad tan absurda que termina suscitando todo tipo de dudas sobre la veracidad de todo el proyecto. Verdad o mentira, la propia duda no hace más que aumentar la inquietud. Cuando la realidad supera la ficción, esta última no puede limitarse a documentar, y se ve obligada a poner de manifiesto, valiéndose del anacronismo del arte, la dificultad de representar el sinsentido. O de buscarle sentido a la representación.

Diego Vites construyó en El apartamento, asumiendo y haciendo suyo un ideario compartido, un habitáculo dentro del habitáculo con los materiales inservibles del taller. Levantaba así, con los restos del naufragio, un espacio de encuentro y relación sustraído a la lógica de la producción y el consumo que cobraba una curiosa apariencia entre pequeño burguesa y “punk”. Parecía representar una “zona temporalmente autónoma” que quisiera reinterpretar la autonomía típica del arte burgués no como un recurso para la alienación sino, al contrario, como una estratagema para la integración en el mundo precisamente mediante el contraste dialéctico. No se trataba de apuntar una utopía posible sino la posibilidad consumada de habitar el nihilismo desde la conciencia de que el nomadismo es la única forma de sobrevivir (auque no la única de subsistir) dentro del constante proceso de subsunción y asimilación de la creatividad en la dinámica del espectáculo. Hasta la maleabilidad y la adaptabilidad a la que nos obliga el capitalismo de “acumulación flexible” puede también ser aprovechada para evitar que los posicionamientos críticos se esteticen.
Como si, al reeditar su obra en el espacio institucional del arte, quisiera poner en evidencia su indisposición a dejarse atrapar en sus categorías, en Devolución el albergue se convirtió en una máquina de guerra parapetada dentro de la institución tras una dinámica imprevisible que dificultaba su conceptualización. En contra de lo previsible, los búnkeres ya sólo resultan operativos si se hallan en disposición de transformarse evitando caer en manos enemigas.